(...)
Ahora yo no sé si vas a poder leer esta carta, pero igual siento como
una necesidad de decirte que yo contigo he sido más feliz de lo que los
libros dicen que se puede.
No tengas piedad,
como me diste amor,dame muerte,
si te detienes será peor
la lástima, el teatro,
no tengas
piedad, mi amor.
Es necesario
que nada entorpezca tu pulso,
que nadie te haga repetir
las ceremonias de la compasión
apretado a tu cuello. No
tengas piedad, dame
muerte como me diste el amor,
mi amor, dame muerte
como a las bestias que danzan
hasta el amanecer del celuloide,
dame, dame, dame,
dame mi amor, muerte.
De: Lo que Nos Queda (César Martínez Callejo)
Somos libres de inventarnos a nosotros mismos. Somos libres de ser lo que se nos ocurra ser. El destino es un espacio abierto y para llenarlo como se debe hay que pelear a brazo partido contra el quieto mundo de la muerte y la obediencia y las putas prohibiciones.
La Canción de Nosotros:
Sentada
de cuclillas en la cama, ella lo miró largamente, le recorrió el cuerpo
desnudo de la cabeza a los pies, como estudiándole las pecas y los
poros, y dijo:
–Lo único que te cambiaría es el domicilio.
-Tengo frío.
-Ponete así. Me gusta tenerte así.
-La pierna. Acá. Así.
-¿Estás bien?
-¿Y vos?
-Muy.
-Ah.
-¿De qué te reís?
-Para
mí, fue una sorpresa. Quiero decir: después. Me parecía increíble que
el mundo no hubiera cambiado. Me miré al espejo y yo tampoco había
cambiado y me mordía los labios. Quise estudiar y no pude.
Quise estar
con mis amigas y no pude. Quise escribir cartas, quise trabajar. Quise
dormir y tampoco pude.
-¿De eso te reís?
-No me bañé. Tenía tu olor en todo el cuerpo.
-¿De eso?
-No, no. Después te digo.
-Ahora.
-No, después.
-No me interesa.
-Entonces te lo digo. Lo bien que me caés. Eso.
-¿Eso? ¿Y entonces yo?
-¿Qué?
-Mucho más que eso. Contigo no siento miedo de nada.
-Mirá que no soy una santa. Me como las uñas. Te advierto.
-El miedo es una porquería.
-Y sí. Pero, ¿quién no siente miedo
-¿Vos sentís?
-No tires ahí la… No seas chancho.
-¿Miedo de qué? ¿De que estemos así, como estamos?
-No sé. O sí sé. Siento, como cualquiera.
-Pero juntos, no. Juntos estamos a salvo. Al miedo lo ponemos bajo la suela del zapato y crash: lo aplastamos como a una porquería.
-Oigamé, Pirata. Prometamé, Pirata.
-La escucho. Prometo.
-¿En serio?
-Sí.
-Nunca vamos a dejar que esto se pudra. ¿Eh? No vamos a permitir nunca que esto se pudra.
-¿Nada más que eso? Es fácil.
-No.
-¿No qué?
-No es nada fácil.
-Si usted lo dice.
-Y nunca nos vamos a lastimar. ¿Nos prometemos eso? Es peligroso.
-¿Dejar el cuero en el alambrado?
-Algo así. Puede ser.
-Tanta alegría. Es un regalo. ¿Por qué nos vamos a joder? No me gusta que te pongas solemne.
-¿Qué hora es? Uy, hace dieciocho horas que estamos por levantarnos.
-Nos vamos a enfermar.
-Tendríamos que levantarnos.
-Nos vamos a evaporar.
-¿No íbamos a ir al cine?
-¿Cuándo fue eso? ¿Ayer? ¿Anteayer?
-¿No ibamos a bajar a comer?
-Sí. Tendríamos que levantarnos.
-Esto es mejor que Buster Keaton.
-Esto es mejor que todo.
-No hay nada que…
-Ponete así. Así. Me gusta dormir así.
-Vas a dormir.
-No. Zonzo. Quiero que te quedes. Quedate. Quiero.
-Yo también quiero. Cuando era chico, me alcanzaba con querer una cosa con muchas ganas, para que ocurriera. Cerraba los ojos, pensaba con todas mis fuerzas en eso que quería y zácale: ocurría.
-Cuándo yo era chica, lo que quería era un telescopio.
-¿Uno de esos grandes, que usan los astrónomos?
-Uno enorme. Yo lo había visto en el museo. Como no tenía telescopio, siempre me parecia que se había escapado alguna estrella.
-¿Y eso te importaba?
-Vivía deseando que se viniera la guerra. Una guerra bien grande, para mezclarme con los japoneses y robarme el telescopio. Alguien iba a romper los vidrios a patadas y yo iba a aprovechar y me iba a escapar corriendo con el telescopio entre los brazos. Pero solita no me animaba.
-Hubieras probado.
-¿Y vos?
-¿Yo? Yo era católico, cuando chico.
-¿Como es creer en Dios Mariano? Nunca creí.
-Como creer en la revolución, me imagino. Te da la misma alegría y la misma sensación de no estar solo. Cuando era chico, yo no sentía miedo nunca. Pero un buen día… No, nada.
-Me gusta escucharte.
-Nada.
-Andá, no seas malo.
-Dame un cigarrillo.
-Esperá, no apagues.
-Quiero decir que un buen día lo buscás y no está. Quiero decir: perdés a Dios como se pierde una cosa. Algo que se cae del bolsillo. Como se pierde un encendedor, así.
-Para mí, Dios era un señor de barba que metía miedo a los demás.
-Para mí no.
-Ya veo.
-Era mucho más que eso, para mí. Todavía no sé con qué se rellena ese agujero.
-Ahora es usted el que se puso solemne, Pirata.
-Puede ser, perdona.
-Pero… Mariano. Estás triste. Te vino la tristeza.
-No.
-¿No qué?
-No estoy triste.
-Sí estás.
-Sí. Estoy.
-No hay que hablar tanto.
-No.
-Uno no debería.
-Se arruina todo por culpa de las palabras.
-Sí.
-Mirá.
-¿Qué?
-Los pájaros, en la ventana.
-Hace rato que vienen pasando.
-Se va a venir tormenta, me parece, y nos vamos a mojar.
-Sí. Al irnos, nos vamos a mojar
El regreso II
—¿Por qué se joden siempre las cosas? ¿En qué momento se joden para siempre?
¿No volverán a juntarse nunca los pedazos que nos hicieron posibles?
-Mariano a Clara, La canción de nosotros
Mariano
dice:
—Un
buen día descubres con cuánta facilidad te pueden borrar. Te queman las cartas,
los libros, las cosas tuyas. Te matan o te encierran o te obligan a irte. Un
buen día te das la vuelta y descubres que ya no queda ninguna huella. Como si no
hubieras existido nunca. Ahora, tengo nombre de otro.
El
sol va enrollando las sombras y se las lleva. El lugar huele a madera húmeda y
a café recién molido. Cuando llegue la noche, el olor a tabaco predominará.
—¿Por
eso volviste? ¿Por eso me querías ver?
—Y
vos, ¿no querías?
Él
le mira el rostro, multiplicado por los espejos de los lambrises de madera.
Parpadea y Clara está desnuda bajo el sobretodo de él, que le queda como una
carpa, y lleva los zapatos de él, desabrochados, y camina por la casa, camina
como Chaplin, y está bellísima.
Mariano
sacude la cabeza:
—Hoy
anduve toda la mañana buscando el café del griego. Pensé que se había mudado,
que...
—Yo
volví, algunas veces.
—¿Sola?
—¿Cómo?
—Pregunto
si volviste sola.
Ella
le pellizca el muslo y él pega un respingo.
—Claro
que sola, bobo. Al mediodía, como antes. Volví aunque me daba miedo. Después,
necesité ir y el café ya no estaba.
Clara
vuelve el rostro. Arriba de los revestimientos de madera se retuercen unas
molduras de yeso; más arriba hay un afiche de corridas de toros,
descuajeringado y sucio de moscas. De golpe, Clara dice:
—No
entiendo por qué volviste.
Y
retira la mano. La mano de Mariano queda sola sobre la mesa, con la palma
vuelta hacia arriba. Tiene la línea de la vida larga pero muy tajeada.
—No
entiendo. Me habías dicho: “No nos vamos a ver más. Somos libres”. Yo me quedé
muda mirándote la espalda y te perdiste en la esquina de la estación. ¿Qué esperabas?
¿Que corriera detrás tuya? ¿Que te llamara a gritos? ¿Para qué quería yo esa
libertad que me regalabas? ¿Para qué la quería?
Mariano
escuchaba los ecos de sus propios pasos y llevaba la cabeza vacía por dolorosa
victoria de la voluntad, pero al llegar a la estación del ferrocarril se le
metió por los oídos el estrépito de la máquina aproximándose y entonces supo
que desde ahora le harían falta los navegantes misteriosos que tan a menudo se
perdían, por puro gusto, en los desfiladeros de niebla de la memoria o la
imaginación de esta muchacha. Trepó por los peldaños de fierro y supo que ella
sería, desde ahora, una nuca entrevista en la muchedumbre o un perfil que se
escapa, una voz adivinada entre otras voces. Que él se daría vuelta bruscamente
y echaría a correr y tomaría a una mujer por el brazo: que se equivocaría
siempre. Entró al vagón de pasajeros y se sentó en uno de los viejos asientos
de paja de la época de los ingleses y supo que ella persistiría: escuchó el
traqueteo de las ruedas sobre los rieles y supo que ella persistiría,
persistirá: en verano, en los túneles de hojas, convertida en un sanantonio que
te camina por el brazo, o en las noches de julio, llenando una silla vacía en
la complicidad humosa de los cafés. Llegó a destino y se bajó, mareado, y
seguía sabiendo que ella continuaría oliendo a sí misma en su memoria,
deambulando desnuda por la región nochera de sus sueños: que ella sería, que
será, una cicatriz que a veces hace cosquillas y a veces late y a veces arde y
a veces duele. Y sintió la necesidad de volver y por lo menos decir: “Nunca,
nada”. Por lo menos decir: “Como esto, nunca, nada”. Y no volvió.
—Clara.
—Sí.
—Yo.
Clara
dibuja espirales de ceniza sobre la mesa de madera. A Mariano, la boca le niega
saliva.
—Yo
te extrañé mucho, ¿sabés? —dice Clara—. Y te odié mucho, o quise odiarte mucho,
para que no me lastimaras. Quise verte cuando estabas preso, pero no había
manera, y yo no tenía a quién preguntar. Y después... Después, me sentía como
una bala perdida. Me despertaba llorando. No me gusta llorar. Cuando era chica,
leía un libro para varones y había dos páginas que me hacían llorar. Cada vez
que leía esas dos páginas, lloraba. Entonces las pegué, con goma. A mí no me
gusta llorar.
Mariano
se atraganta, carraspea, dice:
—Te
mandé un mensaje. Dos. Un par de señales de humo. Te llamé.
—Mucho
después —dice Clara.
—Sí.
—Mucho
después y desde lejos.
—No
me contestaste nunca —dice Mariano.
Clara
se ríe, sin alegría. Enciende un cigarrillo. No le siente ningún gusto, aunque
no está resfriada.
—Siempre
decides todo por tu cuenta, ¿no? —dice.
Y
dice:
—Yo
sabía que iba a pasar el tiempo y nos íbamos a olvidar bastante o del todo.
Por
un segundo, Mariano siente la tentación de contestar algo que sea brutal y
definitivo, como para ayudar al jodido destino a cumplirse, pero se saca los
anteojos, mordisquea la patilla y dice:
—No
recurrí a vos. Renuncié a vos. Como en las novelas cursis del siglo pasado,
¿no? El enfermo sin salvación viene de ver al médico y dice a la mujer que
quiere: ‘Ya no te quiero”.
Una
arañita, minúscula, camina sobre la mesa; trepa a la mano de Clara, le tiende
un puente de hilo entre los dedos. Clara busca los ojos de Mariano:
—Me
habías dicho cosas horribles. Antes.
—No.
—Me
habías acusado de necesitarte.
—No.
No.
—Me
habías dicho que...
Ella
echa una bocanada, persigue una mosca con el humo.
—Tendrás
mucho para contar —dice.
—Y
vos.
—¿Yo?
No mucho.
—Supongo
que te habrán pasado cosas —dice, explora, pregunta Mariano—. En todo este
tiempo...
—Me
aguanté —contesta, elude, se encierra Clara—. No me morí en tu ausencia. Para
mí era fácil, ¿no? ¿Te acordás? Me decías que yo tenía piel de tela impermeable
y que todo me resbalaba y... Yo me quedé aquí. Me quedé. Un país en demolición.
Esperando. Que se me cayera encima y me aplastara.
Clara
escucha su propia voz resonándole bien adentro:
“No
vas a llorar, Clara”, su propia voz: “No vas a llorar, no”, alzándola y
aguantándola para que no tropiece y se caiga. Por los ojos no le sale nada. Por
la boca tampoco. Aunque quizás le haría bien decir: “No me gusta estar sola. No
estuve sola. No me gusta sufrir. Te borré. No te necesito”.
Mariano
clava la vista en los tablones del piso de madera, en la mugre de varios días
con sus noches, las manchas de alcohol o de café, los puchos apagados contra el
polvo grasiento.
—Yo
no quiero que nadie me espere —dice—. No quería.
—Para
no sentirte obligado a esperar a nadie —dice Clara—. Por eso.
—Puede
ser. No sé. Puede ser —dice Mariano, y dice—: No importa.
Las
palmas de las manos de Clara forman un cáliz que le sostiene y le aprieta los
músculos de la cara. Esta cara que parecía no cambiada. Si se pudiera, piensa
Mariano, ser más fuerte que la pena y el olvido. No quiero empezar otra vez con
aquellas guerrillas inútiles: me dijiste, te dije, no fue eso, sí fue, quise
decir, no quise, sí quisiste, no. No quiero haberte lastimado nunca. No quiero
defenderme. Si se pudiera decirte que en la prisión vos eras la única libertad
que ellos no podían arrancarme. Si se pudiera verte todavía la alegría sacándote
chispitas por los poros de la piel. ¿Sabes? Si se pudiera. Fue un asesinato. Ya
sé. O no. El amor era un dios primitivo, me exigía sacrificios, se había muerto
de hambre.
—Sigues
sin decirme.
—¿Qué?
—Por
qué volviste.
Mariano
mira al techo. Decirte: me sentía ladrón. Decirte: estaba usando una libertad
que no era mía. Y además, ¿por qué vuelve el animal salvaje a beber del agua de
la cañada? Pero no dice nada.
—¿Quieres que te lo diga yo?
—No.
No me hagas preguntas. No me gusta que me hagan preguntas.
—Ya lo sé. Te sientes como si te estuvieran mandando. Yo debería saberlo. Todavía vives
defendiéndote. Como antes. Antes, también eso me gustaba. Pero yo cambié,
Mariano. Yo cambié.
Mariano
quisiera besarla o quisiera romperle la cara. En cambio, le dice: “Perdona”.
Aprieta el vaso entre los dedos. La mira mirarse las uñas comidas; la mira
mirarlo como si él fuera transparente y también quisiera que no hubiera pasado
el tiempo y que no hubiera pasado nada. ¿Hasta qué edad se puede creer que la
noche es una diosa peleadora y no el resultado de la rotación de la tierra?
Enciende un cigarrillo: confirma que sigue mal del pulso. Pide más vino. Podría
decir que ha vuelto para hacer algo por su pobre Tierra y por lo que le merece
ser salvado; y eso sería verdad. Pero sería solamente una parte chiquita de la
verdad.(...)
En el espacio breve de tu cara cabía toda mi libertad y sobraba sitio.
Naciste mañana,
morirás ayer:
dijiste, dirás adiós:
amor o miedo ardiendo en esos ojos que me miraron la próxima última vez.
Para qué seguir llamándote o
hacer estampida de lo que acaricia y
nos hunde a traición en el desencanto de la garra.
Para qué llamar a nadie, amor,
si nos bastamos,
nos sobramos de sobra para distanciar
lo que fue nuestro de siempre
de lo que se retorció en el suelo hasta morir.
Qué sueño la vida
desde tus manos tocando el cristal,
aseándome la adolescencia
en los tímidos portales de hacernos despedida.
Y mis aves, casi aquí, picoteando el veneno
en tus arterias dolidas por tanta huella inútil
que se llevó la magia del relevo..
Qué sueño la vida,
casi aquí, soltabas áreas en cada ojal,
tu piel, abrigo del tacto, la certeza de tu cuerpo varado,
comprimiendo los silencios, la cal de los dientes, blanca
sangre para no devorar... La única forma, o quizá no,
pero allí supe de ti,
supe.
Qué inútil criatura,
dejé que me aventajaran tus pocas ganas de estar triste,
de oír inventáculos al oído para
que no salieras del cerco...
Y aquí nos quedaron
como las citas y los nombres
y los paraguas compartidos
y tantos otros trastos inservibles.
Ricordo (César Martínez Callejo)
"Yo sé que alcanza con saber que hay alguien que cree en vos para
salvarte, y que las cosas importantes se mueren cuando se las nombra, y
que hay que desconfiar de las palabras, emputecidas por el uso".
(Eduardo
Galeano)
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