El día que tus labios se transformaron en una pregunta decidí esconderme en el hueco de tu clavícula para no tener miedo.
Porque desde allí no tenía que aguantar el frío que había inundado tus
ojos, porque desde allí no podías verme cuando mirabas hacia tu ombligo.
Aunque
estábamos en mayo, cuando me quise dar cuenta, había nevado dentro del
salón de casa y te habías puesto una bufanda muy gruesa con la que no
podía respirar cerca de tu cuello. Me pasé noches apuntalando a
escondidas todas las puertas y ventanas mientras dormías pero tenía tan
poca fuerza que siempre me quedaba algún resquicio por el que entraba un
viento que silbaba taladrando mis oídos.
Para no tener miedo(de ti) me hice experta en jugar a ser invisible viviendo acurrucada
bajo tu cuello. Mis huesos se habían vuelto transparentes para que
pudieras mirar a través de ellos y había borrado mis huellas dactilares para no reconocerme.
De pequeña me dijeron que los monstruos vivían debajo de mi cama así que para, no tener miedo, yo metí a los míos dentro...